jueves, 12 de abril de 2012

La Feria de Sevilla. Una mentira maravillosa.

La Feria de Sevilla es una gran mentira. Una mentira maravillosa. Una mentira con partidarios y detractores que no deja indiferente. Envuelve a toda una ciudad en un halo mezcla de albero y sentimientos con fecha de caducidad: una semana. Una mudanza con retorno. Siete días en los que la vida tiene lugar en un escenario de madera y luces, y donde todos los actores representan su papel a la perfección, sin necesidad de ensayo previo.

Si usted tiene la oportunidad de formar parte del elenco, aunque sólo sea por unos días, sepa que hay ciertas normas no escritas que debe conocer. Aquello de donde fueres haz lo que vieres debe tomarse al pie de la letra. Lo primero es la mentalidad, la actitud. A la Feria se va para contagiar alegría, optimismo y, en la medida de lo posible, simpatía. Después habrá tiempo para divertirse.

El feriante es un espécimen particular. Digno de estudio. Y la Feria es su hábitat natural. Si quiere agradarlo déjese aconsejar. No hay nada que le guste más que darse un atracón de chovinismo local haciendo de cicerone para el forastero. Hay una leyenda urbana que asegura que la Feria es sólo para los sevillanos. Añada a la frase “y para sus invitados” y estará en lo cierto. ¿Y para quién más, si no? ¿Acaso hay alguien que vaya a una fiesta en la que no conoce a nadie? Zanjado este asunto, continuemos.

La caseta, el alma máter de la Feria. Es una prolongación de la vivienda particular. Hileras de adosados de rayas donde todo el mundo es rico. El que lo es todo el año y el que lo es toda la semana, porque la Feria no está hecha para miserias y lamentaciones. Y si uno no tiene, se le invita. Que se puede, jamón. Que no se puede, también. Ya se ajustarán las cuentas el domingo. Y no hay caseta sin gitana vendiendo claveles. Si quiere que le dejen tranquilo compre uno y póngaselo. De lo contrario ármese de paciencia.

Los nihilistas definirían la Feria como “concentración masiva de gente ataviada con sus mejores galas, reunida en torno a una mesa para comer y beber con música de fondo”. Cierto, con algunos matices. Lo de concentración masiva es indiscutible. De hecho es su sino. Todos los años hay quejas por las aglomeraciones, pero no se concibe una Feria desolada. Con lo de las galas hay para escribir un libro. Sevilla es una ciudad con un importante componente elitista, muy dada a sus tradiciones y a la que le gusta presumir. Cada ocasión merece unas formas, y al igual que uno no hace deporte con corbata no se debe acudir a la Feria en camiseta. Eso sí, no se disfrace. Si pueden prestarle un traje de gitana póngaselo, no hay gitana fea. A los caballeros bastará con decirles que el sombrero de ala ancha no es un complemento gracioso, es parte del traje de corto para montar a caballo. Y por favor, no se ponga un pin de la portada en la solapa.

La comida y la bebida son la gasolina de la fiesta. No se come y después se cena. Sencillamente se reponen fuerzas sin importar la hora. La luz solar actúa de estímulo condicionante, como hacía Pavlov con su perro. Aquí la bebida es un agente desinhibidor. No todo el mundo nace con gracia, qué le vamos a hacer. Si sabe bailar sevillanas atrévase, y si no sabe observe e inténtelo, aunque los puristas más rancios aseguran que el baile es cosa de mujeres. De todas formas la música es gradual. Va desapareciendo a medida que uno se desinhibe, y llega un momento en que deja de escucharse para convertirse en un hilo musical de fondo casi inaudible.

Otro de los signos de identidad de la Feria de Sevilla es la temporada taurina en La Maestranza. Aquí habría que diferenciar a los dos tipos de aficionados: los que van a ver y los que van a ser vistos. Los primeros podrán disfrutar de un cartel de lujo. El resto podrá verse en las páginas de sociedad de Abc al día siguiente. Pero todos lo compaginan con la Feria. Eso sí, si quiere una entrada en la semana de farolillos más le vale mentalizarse de que le va a perder el cariño a bastante dinero.

El ejemplo más claro de la decadencia se ve reflejado, desgraciadamente, en lo que los sevillanos conocen como La calle del infierno, vulgo cacharritos. Casi todas las minorías tienden a atrincherarse en grupo, ante la imposibilidad de actuar por separado. Y en Sevilla existe una minoría que pone todo su empeño en lograr que los demás no disfruten de estos días de fiesta. La zona de las atracciones, tómbolas y juegos infantiles se convierte, al caer el sol, en un territorio comanche de libro. Pero no deje de darse un paseo por el recinto por la mañana, es una de las señas de identidad de la Feria.

Y poco más. Agénciense a un buen amigo, si tiene caseta mejor. Y sobre todo disfrute, que hasta el año que viene no hay otra.

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